La mujer anónima de rojo
mostró
su anillo
con esa serpiente de carmín
que se enroscó en su dedo
que señaló su camino.
Vendía baratijas
en el rastro de otro continente,
con esa poesía breve y cruel
propia de los que aman
su música compleja
de los que prefieren estar solos en casa,
con lo azul de sus miradas
y lo meridional de sus cuerpos.
Y la explicación es que la dama
de rojo
es una dama que se encamina,
como una dama,
hasta el río bravo
para sentir en sus pezones
su frialdad,
para sentir la soledad
de los horizontes
en su vientre.
Un día se irá
al malecón
de los mares
que le tenían prohibido
para que no llegase a lo más fructífero
de los desiertos
y qué sería
de sus versos poemáticos
y venerables
como la sombra blanca
de tus antepasados.
El mito es que ella tendrá el corazón
en la cordilleras,
con sus brazos irreverentes,
sus brazos que no han abrazado
a nadie,
brazos
que son como arañas dignas
de oscuridad.
En su secreto diario
les escribe
a sus hijos perdidos
que protege en su seno
míticos,
para que ellos puedan habitar
una nueva tierra
sin verdugos.
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