La única libertad que reconozco
es la de los sueños y de la imaginación
que viene cargada en las barcazas
de los ríos de antaño
que veo desde lo más alto de una torre
que me podido construir
y sobre ella revolotean
los cuervos pacíficos
y sobre los hombres desterrados
de sus gozos y de sus alambres
de espinos
que rodean su corazón de pecblenda,
como si de repente viniese un camion
cargado de guerrilleros
y dijesen que las calles
quedan copadas por el silencio
y por los rostros como de plomo
de los vigilantes
acechando
en cada esquina.
Este era el mito
de la ciudad que se crea
desde las lagunas de las lágrimas,
desde los ladridos de los perros
sacrificados
porque su sangre
regaba
la hierba
sobre la que hacer el amor
o asesinar
a la sombra
que pretende arrinconarme
contra los muros viejos
y derruidos de una iglesia
donde aún se reúnen los espectros
de los antepasados,
fríos, yertos,
pero que, alguna vez en su vida,
tuvieron la pasión de la hierba.
Yo también sería un guerrero por la libertad,
por montes rojos y dictatoriales,
como un arrendajo que baja
a todas la velocidad
para saber si aún sigo
pensando en algún antiguo amor,
si aún tengo los piernas duras
por los golpes
continuos
de los sueños y las pesadillas
contra los océanos
sanguinolentos,
creo que mi suerte
pende de la luz de un coito,
mientras que al otro lado del océano,
los lagartos de la sombra
vienen
como hombres hambrientos
que regresan
de su viaje a Tombuctú.
Aún tengo la fuerza para leer
el diccionario de mi vida
y hacerme un té
con unos posos en los que se puede descifrar
mis futuros sus amores furtivos,
hasta que me aleje de la ciudad
y empiecen a llover
opúsculos para que nadie dejase
de animar
mis latidos duros
y pensativos de mi corazón español.