El apátrida salvó su vida
gracias a sus grandes poemas,
en las cafeterías encendió velas
y contaba, después de cada trago,
que, en un malecón,
había conocido a un mascarón
que sabía las canciones del verdugo
y las silbaba sin interrupción cada madrugada.
Os podría decir
que con el verso
de la dama del lago
podría reconstruir
el escenario de una nueva
ciudad,
sería como el actor de una nueva
tragedia,
con unos ojos oscuros
que se parecen a los del brigadier
que murió en la última guerra.
En esta tierra, yo, el apátrida
paso las noches
tomando el té
y cavilo en ir
hasta el áspero horizonte de mi vida,
no tengo el miedo
de la desnudez
y mi corazón
es el lienzo
que contiene mis lágrimas.
Ya nadie se arma de valor,
bronce y carbón
me mantienen endurecido,
los vientos me devuelven
la dignidad
de los pobres
y de los que besan a una muchacha de carne tibia,
sin embargo, dura como la sombra
de un pelícano.
Seré franco,
buscaré ríos
donde arrojarme a sus aguas,
en mi cuello,
encima del esternón,
guardo un hueco
donde se posan
los cuervos
de la desesperanza.
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